LUCENA novela de Mois Benarroch (extracto)

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Isaac Benzimra estaba cansado, muy cansado. El trabajo, los niños, la mujer, la tensión en el banco, el coche nuevo, los pagos a plazos, la hipoteca y todo lo demás. Ahora tenía todo lo que siempre había querido tener: un gran chalet en las afueras de Ciudad de México, en uno de los barrios más prestigiosos de la ciudad, un Volvo nuevo (cambió el BMW), una mujer guapa tras dos operaciones de cirugía plástica que le dejaron los pechos como los de una jovencita de quince años, dos niños afortunados que estudiaban en un instituto, un bufete en el centro de la ciudad, en una palabra, todo. “Todo y nada” era la frase que resonaba en su cabeza sin cesar, día y noche, “todo y nada”. A veces se convertía en “todo es nada,” día y noche, en sueños, durante la conversación con un cliente, qué será de ti, Isaac, qué será de Isaac Benzimra, qué será de su vida, de su mujer, de sus hijos.
Quería abandonarlo todo, el trabajo, los hijos, la hipoteca, la amante, las furcias caras, los viajes a Miami, la ruleta en Las Vegas y la oficina en el quinto pino. Quería abandonarlo todo. Pero en lugar de esto, un día le dijo a su mujer: “Me voy de viaje a España, ya he encargado los billetes. El domingo, después de misa, volamos a Málaga, voy al país de mis antepasados, Melisa. Entiéndelo, necesito encontrar allí el sentido de mi vida, en Granada. En Lucena o en Granada, necesito comprender, me voy al país de donde vienen todas mis desgracias.”
Melisa le miró muy preocupada y le recordó que tenía que terminar un asunto muy importante en el tribunal relacionado con la compañía internacional de ordenadores “Lacroft”.
“Efectivamente, pero tengo un socio, ¿no? ¿No tengo derecho a vacaciones? Si sigo así voy a reventar, a reventar Melisa.” Inmediatamente, como un niño haciendo comedia en la escuela, se dejó caer en la enorme cama redonda que había en el centro de la habitación.
“Tenemos deudas,” dijo Melisa, “y si él es quien presenta los asuntos, se quedará con la mayor parte de las comisiones. ¿Recuerdas el acuerdo al que llegaste con él, con tu buen corazón, cuando no tenía nada? Amigo, ah, amigos, me gustaría ver si él te ayudaría si tú no tuvieras nada.”
“Siempre habrá, siempre habrá dinero y habrá deudas, y bancos que me darán préstamos y tarjetas de crédito con un enorme crédito para que gastes más. ¿Sabes cuánto crédito tenemos en nuestras veinticinco tarjetas? Tarjetas de oro, de platino, la Super American Express, la V.I.P. de Visa Platino, ¿cuál más?, ni me acuerdo, ah, sí, la Diners Supersonic, ¿sabes cuánto? Dos millones de dólares, usted gaste, gaste, sabemos que es una mula de trabajo y que trabajará como un burro para pagar.”
“De acuerdo,” Melisa se rindió ante la extraña situación en la que su marido la metía. “Me doy cuenta de que en verdad necesitas unas vacaciones. Iremos a Málaga.”
“Debo decirte que nos alojaremos en un hotel barato, estoy harto de lujos y de tantas estrellas. En un hotel de tres estrellas, uno barato.”
“¿Tú? ¿Estás a punto de quebrar o qué? ¿Tú quieres ir a un hotel de tres estrellas? ¡Pero si cuando tenías veinte años ya no te sentías cómodo en hoteles que costaran menos de cuatrocientos dólares la noche! Tal vez lo que te convendría sería ir al médico, al psiquiatra, no hacer vacaciones.”
“Sabía que esto pasaría, no quiero ir a ningún hotel de los que te hacen entrar en el casino para sacarte el dinero, o de los que te lamen el trasero para que les des doscientos dólares de propina. Quiero algo sobrio, así que ponme ropa sencilla en la maleta.”
“Yo no tengo ropa sencilla.”
“Es muy simple. Coge cien dólares y ves a comprarte algunas cosas baratas, que te hagan parecer la mujer de un funcionario, no la de un abogado importante.”
“Esto ya es demasiado, ¿vale? Demasiado. Iré de viaje con mis vestidos, no menos de tres maletas. Voy a empezar a prepararlas, no sé si me dará tiempo. Pediré a mi amiga Luisa que me ayude.”

Isaac volvió a oír aquella voz, “todo es nada.”
“Todo es nada,” le dijo a su mujer.
“¿Me llevo el vestido rojo? ¿Aquél del escote? ¿Qué opinas? Tal vez no sea ya conveniente, cierto, tendré que ir a comprarme algunos vestidos.”

Isaac se metió en su coche, se sentía realmente incomodo – “Todo es nada”. Aumentó el volumen del disco de los Rolling Stones en el que cantan “Angie”, se puso a cantar con ellos y esto le ayudó un poco, pero cuando la canción terminó volvió a oírlo, “todo es nada.” Esta vez frenó. Aquella voz tenía una presencia más fuerte que las veces anteriores, como si no viniera de su cabeza, sino como si alguien sentado en el asiento posterior le dijera “todo es nada.”

Cuando llegó al bufete su secretaria le dijo que Luisa había llamado ya cinco veces. Le daba igual. Como de costumbre, no le devolvió ninguna llamada. Tenía varias citas, pero le pidió a la secretaria que las anulara. Ella creyó que él quería algo con ella, como la última vez que le había hecho anular todas las citas. Isaac era un amante maravilloso. A pesar de las tensiones, en cuanto tocaba a una mujer, incluso a la suya, se liberaba por completo. Sus manos acariciaban el cuerpo de la mujer con tanta ternura que ninguna puede olvidarlo. Algo poco común entre los abogados. Pero no. Esta vez Isaac se encerró en su despacho y no habló con nadie. Bajó las persianas hasta la mitad e incluso pidió a la secretaria que no le pasara ninguna llamada y que no entrara para nada. Así pasó todo el viernes, aturdido en el despacho, intentando con todas sus fuerzas deshacerse del “todo es nada”, encendió algunos habanos, aunque le causaran dificultades respiratorias no podía dejar de fumarlos.
Isaac, se decía a sí mismo, Isaac, ¿quién eres, Isaac?
Primero dijo su nombre, hablando consigo mismo. Por un lado, pensaba que todos los psiquiatras creerían que estaba loco, pero, por el otro, cada vez que oía su nombre embistiendo desde su garganta se sentía bien.
El sábado durmió hasta tarde, le pidió a su mujer que no le pasara ninguna llamada, ni siquiera la de un amigo. Sólo le rogó que le pusiera muchos calzoncillos en la maleta, que no pasara como la última vez que fueron a Hawai, que le faltaron calzoncillos y que en ninguna tienda consiguió encontrar los bóxer que a él le gustan. “Lo más importante es muchos calzoncillos,” le insistió más una vez.
Después de comer hizo la siesta, y cuando se despertó le dijo a Melisa que pidiera una limusina para ir al aeropuerto al día siguiente. Pero luego dijo: “¿Para qué necesitamos una limusina? Basta con un taxi, durante una semana seremos pobres, ¿te parece bien?”
“En absoluto,” dijo Melisa, “si quieres, sé pobre tú, yo iré en limusina. No me casé contigo para ser pobre, para esto me habría casado con Moís, el poeta. Me quería más que tú, y por ahora ni siquiera se ha comprado un coche, no tiene dinero para nada.”
“Me gustaría saber qué ha sido de este drogata, creo que incluso era un poco marica.”
“Te aseguro que no es cierto. Tal vez estuviera un poco ido, o loco, o lo que quieras, pero no era marica.”
“Algunas de mis amigas decían que el sexo no le interesaba demasiado, pero ¿qué importa eso? Apenas tomé un tequila con él, vomitó después del carajillo y no volví a verle.”
“Aquellas chicas me odiaban porque sólo me quería a mí.”
“De acuerdo, como quieras, pide una limusina, no importa, iremos en ‘limu’. Da igual.”
Isaac quería dejarlo todo –el dinero, las limusinas, la mujer, los hijos, la hipoteca, el bufete, la ciudad– incluso la vida. Pero la vida no quería dejarle a él. La vida se aferraba a él como una espina en la garganta –seguros de vida de millones de dólares–, siempre pensaba que valía más muerto que vivo, aun sin comprender la lógica que aquello tenía. Vivo, su pasivo era de medio millón de dólares, y si moría sus seguros de vida ascenderían a tres millones de dólares. A su mujer y a sus hijos les quedarían dos millones y medio. ¿Qué lógica tenía esto? ¿Por qué una mujer no mata a su marido si éste ha ganado lo suficiente para el seguro de vida? Basta con hacer algo en el coche para que uno tenga un accidente convincente. Isaac se puso a pensar en toda clase de teorías según las cuales el cincuenta por ciento de los accidentes de tránsito son asesinatos y otro tanto por ciento no desestimable, suicidios. Parece mucho más respetable morir en un accidente de coche que metiéndote una bala en la cabeza. “Todo es nada.” De hecho, él no pensaba en absoluto en el suicidio. A pesar de no ser practicante, era creyente, y su madre le había inculcado el sentido del castigo tras la muerte por suicidio y el del miedo al infierno.

El sábado por la tarde durmió tanto que a la noche no tenía sueño. A las dos de la madrugada ya estaba dando vueltas por la casa y esperando el momento de subir al avión. Siempre le ocurría lo mismo con los viajes, se ponía muy tenso antes de un vuelo.

“¿Qué? ¿No vamos en primera? ¿No crees que esto es ya demasiado? ¿Diez horas de vuelo con… en segunda clase? No estoy de acuerdo. Pide que nos cambien.”
 “Señor Benzimra, ha habido un error,” le dijo el primer auxiliar de tierra de la compañía. “Parece que ha habido un error y le han puesto en clase turista.”
“No, no ha sido un error, yo lo pedí.”
“¿Por qué? ¿Acaso nuestra primera no le resulta cómoda?”
“No, no es esto, simplemente quería sorprender a mi mujer.”
Melisa intervino. “Una buena broma, ciertamente me has sorprendido, ahora señor…” –miró la placa de identificación de la chaqueta– “señor González, por favor, arregle este asunto.”
“Sí, señor González.” Él le hizo el típico guiño entre dos hombres que comparten un secreto. Pero ninguno de los dos sabía de qué se trataba.

Isaac estaba cansado y su cansancio le ayudó a dormir todo el viaje. Durante el vuelo su mujer bebió mucho champán y comió mucho caviar. Miraba con desprecio a su marido durmiendo porque no se aprovechaba de los placeres del vuelo en primera clase.
Llovía mucho en Málaga cuando el avión aterrizó en el aeropuerto que nace del mar. “Lluvia, una bendición,” dijo Isaac.
“Sí, una bendición, pero no cuando estoy de vacaciones,” manifestó Melisa.
Isaac alquiló un coche y se fueron al hotel.

Melisa se sintió decepcionada con aquél hotel que ni siquiera tenía servicio de habitaciones. “A mí me gustan los hoteles que te reciben con una botella de champaña.”
“No sé si estás conmigo sólo por el dinero o también por el dinero. ¿Hay algo más que te interese?”
“Sí, el sexo contigo.”
Sonrió cortés, no esperaba aquella respuesta. Pero hicieron el amor. A Melisa le agradaba sentir las manos de él en su cuerpo, aunque ahora hacían mucho menos el amor que en años anteriores. Parece que es algo muy natural. Estaba satisfecha porque tenía relaciones sexuales con su marido con una frecuencia de al menos una vez por semana, cosa que no sucedía a ninguna de sus amigas, que muy fácilmente podían contar el número de cópulas anuales con los dedos de una mano.
Se pasaron el día en la cama. “Mañana me voy a Córdoba.”
“¿No está un poco lejos?”
“Me voy a las seis de la mañana. Quiero llegar allí pronto. Tienes que venir conmigo, voy a la villa de mis antepasados, a Lucena. ¿Sabes que antiguamente Lucena era conocida como la ciudad de los judíos?”
“Pero si tú no eres judío, eres cristiano.”
“Soy judío y cristiano.”
“Yo me quedaré aquí. Pasearé junto al mar, haré algunas compras en Málaga y descansaré. Que tengas buen viaje.”

A las tres de la madrugada ambos deambulaban por la habitación, despiertos como si fuera mediodía.
“He tenido un sueño, un sueño extraño. He soñado que se hacían toda clase de cambios genéticos en el hombre, que al principio se cometían errores y nacían muchos seres raros y que para que los errores no se vieran les dejaban en una aldea alejada de todo el mundo. Yo daba vueltas por aquella aldea y veía hombres con genitales femeninos en la rodilla, o personas con manos en las orejas, otras con los intestinos por fuera, muchas con un solo ojo o tres pies… y entonces me he despertado.”
“Bueno, son miedos malagueños.”
“Una vez quise ser escritor, ya lo sabes, antes de empezar a estudiar derecho. Hay muchos escritores que estudian derecho y después abandonan la profesión. Tal vez deba hacer realidad mi sueño y convertirme en escritor. Ahora o nunca.”
“¿Y de qué viviríamos?”
“Es muy simple. Puedo vender mi bufete al menos por un millón de dólares y ponerme a escribir.”
“Un millón de dólares se va pronto, y ¿luego qué?”
“También puede irse despacio si aprendemos a malgastar menos.”
“¿De qué serviría que aprendiéramos a malgastar menos?”
“De que tu marido fuera feliz y pudiera hacer lo que quiere. Estoy harto de representar a gente pesada, estoy harto de los expedientes, podría escribir un buen libro con mi sueño. Puedo contar muchas cosas de la familia, una larga historia, puedo ser un escritor de amplios vuelos.”
“No creo que éste sea el momento de tomar una decisión. Quisiera pedir un té, pero en este hotel ni siquiera hay un servicio de habitaciones. ¿A esto te refieres con lo de malgastar menos? Deberemos sobrevivir sin servicio de habitaciones.”
“Si salimos seguro que encontraremos uno de esos lugares abiertos las veinticuatro horas.”
“No tengo ganas de salir en una noche tan tempestuosa.”
“¿Tempestuosa? Apenas hace un poco de viento.”
“Sabes que no me gustan los vientos.”
“Está bien, saldré yo y te traeré té y… ¿quieres algo más?”
“Alguna bebida, un Sprite, tal vez también un bocadillo de tortilla española.”
“De acuerdo, veré lo que encuentro.”

Isaac se fue en coche en dirección a la playa, era una noche clara de luna llena. Soplaba un fuerte viento de la montaña y la luna iluminaba con fuerza el mar. El viento se unía a las olas y las arrojaba desde la costa hacia el fondo del mar. Se detuvo delante del primer bar que tenía un letrero de ‘Abierto las 24 horas del día’, pero estaba cerrado. Seguramente estarán de vacaciones, ya no es temporada turística. Se dirigió al coche, pero el viento le dificultaba el andar hasta tal punto que tenía que hacer esfuerzos para poder caminar. Llegó al coche, un Opel Corsa, y entonces notó una mano fuerte que le cogía el hombro.
“¡Don Isaac Benzimra!”
“Sí.”
Frente a él había dos guardias civiles, vestidos como en la época de Franco, con los típicos tricornios y el uniforme verde. Era evidente que había algún problema.
“Le rogamos que nos acompañe.”
“¿Qué?”
Antes de que pudiera decir ....

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EL EMPAPADO (FRAGMENTO de novela )

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1.
La maleta el pasaporte. El pasaporte la maleta. Se me va a hacer tarde, odio estos vuelos de madrugada, no pude dormir en toda la noche, menos mal que me vine a mi casa y no me quedé con Mariane. Éste es el viaje, EL viaje, el viaje interior, el viaje hacia, hacia el pasado que es el futuro, el viaje atrás, el viaje rechazado, el viaje ansioso, deseoso, no, bueno, no es ésa la palabra que busco, el viaje que me da miedo, me aterroriza, eso, me aterroriza, qué coincidencia, qué gracioso, voy ahora al centro del terrorismo, pero también al centro de mi terror, no debo olvidarme el ordenador, el portátil, el Compaq 700, que para eso me gasté tanto dinero, dos mil euros, eso era, un cuadro entero, toda la noche me la pasé oyendo el último de Van Morrison, Down The Road, muy buenas críticas, pero no es tan bueno como muchos de sus discos anteriores, no está a la altura de sus discos de los años setenta, pero lo que siempre pasa con los discos de Van Morrison es que dos o tres años después de su aparición te das cuenta que son tan buenos como siempre, pero al principio te parecen conocidos, demasiado conocidos, y aburridos, en veinte minutos vendrá el taxi, puedo mirar otra vez las fotos, las fotos desnudas de Ester, de hace veinte años, las que tantas veces intenté pintar, ella me decía que soy bueno para retratos y no para desnudos, caras y más caras, caras en noventa grados y al revés, pero los cuerpos nunca me salieron bien ,o es que lo que me dijo se me quedó grabado, se me quedó marcado y por eso seguí con los retratos, hasta que hace cinco años no pude más y dejé de pintar, pero ahora voy con mi ordenador, y ahora en estas seis semanas voy a escribir, es el momento de escribir, siempre sentí celos por los escritores y hasta los odié, crear sin mancharse las manos, sin todo el asco y la suciedad que crea un cuadro, sin tener que estar buscando siempre ese azul perfecto, sin tener que comparar miles de marcas de pinceles, de colores, de telas, de óleos, sin ninguna materia, tú y tu ordenador, o tu cuaderno, un lápiz, y nada más, nada más que eso.
Like to be somewhere else, like to be by myself cantaba ahora Van Morrison, pero Daniel decidió cambiar el disco y poner la compilación The Philosopher´s stone que acababa de comprar y que incluía canciones de los años setenta y ochenta, raras o que nunca habían salido en discos. Sacó la foto preferida. En ella estaba Ester sentada desnuda en una cama, se veía un seno desnudo y el otro estaba cubierto por una manta, el seno izquierdo, el desnudo estaba iluminado por una lámpara a su izquierda que un cable conectaba con el enchufe que estaba sobre su cabeza, más arriba se veía media ventana, y su derecha algo parecido a una mesita de noche, la cabeza estaba sujeta por su mano derecha y se caía en unos treinta grados, a su izquierda el cuadro del tiempo de Dalí en miniatura. Era una foto en blanco y negro, una foto que le obsesionaba y con la cual se había masturbado cientos de veces en los últimos veinte años en los que no la había visto, ni hablado. Ahora todo de pronto se volvió posible gracias a un antiguo vecino que le había contado que Ester era su vecina, estaba casada, eso dijo y tenía hijos, dos, uno, tres, Daniel no se acordaba de eso, pero sí de que tenía hijos, y Daniel le pidió que le preguntase si podría llamarla si venía a Israel. El vecino, Guil Arman, siguió sus instrucciones y se lo contó a Ester, que dijo que sí. En uno de sus viajes había llamado a un programa de radio sin sentirse ridículo y dijo que buscaba a Ester, y que era Daniel, y que se habían conocido veinticinco años antes, y que él la buscaba desde entonces. Bueno, no sólo la buscaba o pensaba en ella, ya se había casado dos veces y divorciado tres, la tercera era porque además del divorcio civil su mujer le había pedido un divorcio religioso, aunque no se habían casado por lo religioso. «Nunca se sabe, a lo mejor me vuelvo religiosa, así es mejor.» En ese día se dijo que nunca más intentaría entender a las mujeres.
Pero sí a las fotos de las mujeres, sobre todo las fotos en blanco y negro. Ester tenía el pelo largo en esa época, le llegaba hasta los hombros y estaba un poco rizado, por el vecino ya se había enterado que ahora tenía el pelo corto, pero está todavía muy buena, le había dicho, se conserva muy bien.
En los pocos minutos que quedaban oía la canción Laughing in the wind que durante muchos años sólo se oía en bootlegs, era una muy buena grabación. Intentaba masturbarse, no se le paraba, estaba muy tenso, de pronto se acordó de una mirada muy sexy que ella le echó diciéndole que quería morderle el pene, se acordó y se le paró, en menos que canta un gallo eyaculó. Eso había pasado en un viaje a Grecia, ahora se acordaba, en un restaurante y cuando llegaron al cuarto de hotel barato, se la había mordido bastante fuerte, cosa que le gustó. En ese momento llamó Mariane.
—Buenos días,
—Sí, buenos días, ya salgo, creo que el taxi me espera. —Quería estar segura de que te habías despertado. —Sabes muy bien que nunca duermo en estas noches. —¿Volverás?
Se oyó un claxon un poco tímido en la noche. Empezaba
a amanecer. El taxista debía tener miedo de despertar a los vecinos. Le dijo que tenía que salir ya, apagó la música, después volvió a encender el cd y cogió el disco y otros cuatro de Van Morrison, y los metió en el bolso, música de último momento. Entre ellos estaban los dos que había oído, Veedon Fleece, y el bootleg Unplugged in the Studio.
El taxista estaba un poco nervioso en su coche, tal vez temía otro caso de cliente perdido. ¿Vamos al aeropuerto?, preguntó para confirmar lo que ya sabía. Y en unos segundos se calmó.
—Buenos días. Difícil despertarse a estas horas, pero por lo menos no hay atascos. En media hora estamos allí. Menos, en veinte minutos.
Al ver que su pasajero no respondía el taxista dejó de ha blar. El coche era un Seat Toledo, qué casualidad, se dijo otra vez Daniel. Se acordó del día que viajaron él y Ester de Madrid a Toledo. Qué coincidencia. Bueno, pero podía haber sido un Córdoba y se acordaría del día en Córdoba o de un Ibiza, pero en Ibiza nunca habían estado, ni juntos ni él solo.
La canción Naked In The Jungle que no había oído y que estaba en una pista más adelantada del cd ahora le sonaba en la cabeza y se arrepintió de no haber traído el discman, pero prefería no utilizarlo porque después le creaba toda clase de ruidos en los tímpanos y no podía dormir bien. Bueno, también uno puedo oír en su imaginación. Se dijo.
—Hostia, me olvidé el pasaporte, por favor vuelva, sí, no se preocupe, le pagaré un extra por esto, lo siento, lo siento, es que no puede ser, lo tenía en la mano, y cuando me llamó mi novia, lo puse sobre la mesita del teléfono, ufff…
—No se preocupe, en menos de diez minutos estamos aquí de vuelta, no es para tanto, y mejor que se acordó ahora.
Ahora, cuando subía a su casa, su mini casa, el estudio y medio de la calle Feaubourg Saint Honoré, que había comprado después de su mejor exposición y en el que dormía tan poco, siempre en casa de otras mujeres con casas más grandes dispuestas a compartir su techo con él, a pesar de que en menos de dos días se sentían huéspedes en sus propias casas, casas del rey Daniel, todas las casas eran suyas, donde dormía una sola vez se convertía en su casa, ahora se acordaba de las muchas horas que había pasado con Ester en ese sexto piso, con el techo que caía sobre la cama, más que con cualquiera otra de sus mujeres, éste era el sitio de ellos dos, por lo menos en París, y por eso, sin darse cuenta, había preferido salir de allí al aeropuerto y no de su espaciosa casa de Mariane en Bastille. Entró y cogió rápidamente el pasaporte y lo metió en el bolsillo, mientras su mirada caía sobre el sobre de las fotos desnudas de Ester, no pensó mucho y las metió también en el bolsillo, eran cinco o seis de una colección de más de mil, durante meses no paró de fotografiarla, desnuda o vestida, en diez países.
—¿Y adónde viaja usted? —preguntó el taxista para escaparse de su propio silencio.
Daniel lo miró a través del espejo, intentando no responder, o pensando qué decir, mentir o decir la verdad, la cosa no estaba para decir que iba a Israel, o que era israelí, aunque no lo era, no exactamente, la nacionalidad que tenía era alemana, y no tenía pasaporte israelí, nunca lo tuvo, así lo quiso su abuela, mejor ser alemán, menos peligroso, eso le dijo, y el taxista tenía pinta de árabe, más bien marroquí, aunque no podía saber si era judío o musulmán, a lo mejor los judíos ven la diferencia, vamos, los judíos marroquíes, pero para él se parecían mucho, y de pronto la radio cambió de canción y era Have I told you lately that I love you de Van Morrison, qué casualidad, qué coincidencia, y esto le cambio de humor.
—Voy a Israel.
—¿A Israel? —dijo el taxista sorprendido—. Alguna buena razón tendrá usted para ir a Israel.
—Una mujer.
—Eso es, chercher la femme, como dicen los franceses.
—Y es francesa. Bueno, nació en Marruecos, pero es francesa, bueno, era, ahora es israelí, hace veinte años que no la veo.
—Entonces debe tener usted veinte razones. Yo estuve en Israel hace cinco años, y daba la impresión de que todo el mundo allí estaba corriendo de un lado a otro, corriendo, histéricos, sin pararse nunca.
—¿Es usted judío?
—Mi mujer es judía. Yo soy de Marruecos. Mi padre es musulmán y mi madre cristiana, se casaron durante el protectorado francés, pero el apellido de mi madre es Cohen, y el de mi padre, el mío, Bentato. Soy un poco de todo. Me llamo Yusuf Bentato. Y mi mujer se ríe, porque su apellido es Bentata. Yo también.
—Muy interesante.
Y después se callaron y oyeron la música.
Está casada, eso sí, pero hay toda clase de formas de estar casada, a lo mejor se echa amantes, a lo mejor está separada, o se piensa separar, tal vez por eso aceptó verme, porque cuando se casó y la llamé para decirle que venía y pregunté si podía dormir en su casa dijo que no, así que algo habrá cambiado, pero tiene hijos, y los hijos cambian a las mujeres, a lo mejor ahora es leal, aunque nunca lo fue, cuando estaba conmigo se echaba con otros, era lo menos leal que existía, yo tampoco lo era, es verdad, siempre he tenido relaciones abiertas, eso de la lealtad ya se acabó, es un mito, pero igual ahora lo es, quién sabe, han pasado muchos años, la gente cambia, pero ¿cuánto?, de verdad se cambia tanto, o uno cambia pero sigue siempre igual, nadie puede salirse de su propio cuerpo, aunque éste cambia, después de cincuenta años se reconoce a la persona. ¿En qué? En un algo, una energía, como dirían los místicos, porque en veinte años la mayoría de la gente es otra físicamente, son otras células, la cara ha tomado por un lado o por otro, el cuerpo engorda o adelgaza, la espalda se curva, las manos se desgastan, yo qué sé, miles de cosas, a lo mejor ni la reconozco.
—Hemos llegado —dijo el taxista—. Le deseo suerte y salud.
Daniel le dio un billete de veinte euros y le dejó casi cuatro de propina.
Para escribir lo más importante es no estar borracho, ni escribir sobre borrachos. Daniel memorizaba lo que había oído en dos talleres de escritura, ya había escrito tres cuentos y una novela corta que por lo menos sus compañeros habían encontrado muy buena. Pero este viaje era lanzarse de verdad en la novela y dejar detrás los óleos. El viaje era la novela era la mujer era olvidar era recordar era viajar al interior.
Andaba aturdido hacia la azafata que le recibió con mero aburrimiento y sin ganas, parecía molestarle su lento despertar matinal. No vio a nadie delante de él ni detrás de él. En el Duty Free compró un perfume para regalar a Ester, y se tomó dos tazas de café antes de subir al avión. Estaba casi vacío y los pocos pasajeros que no llegaban a llenar la cuarta parte del avión eran pasajeros de Sudamérica que hacían escala en París y seguían a visitar a sus familiares. Dos o tres familias que emigraban de Argentina huyendo de situaciones económicas pésimas. Daniel siempre soñaba con Buenos Aires, a veces hasta dos veces en una misma semana, sin haber estado allí nunca.
Habló con alguno de los pasajeros en la primera hora del viaje, hasta que sirvieron el desayuno y después se quedó dormido.
Casi no sintió el aterrizaje, y sólo se despertó al oír unos pocos aplausos.
El aeropuerto estaba casi desierto y en menos de veinte minutos ya estaba fuera en la parada de taxi. Pidió a Elsa que no viniese a por él, le dijo que prefería llegar en taxi.
Una novela de amor, en el taller, decía el profesor que era mejor no empezar por una novela de amor, mejor una de aventuras, un crimen, hay muchas novelas de amor, y mucha competencia. Y si es una de viaje y de amor a la vez, eso puede ser, digo yo, o de encuentro, no es una novela de amor, es algo diferente.
—¿A dónde va usted? —preguntó el taxista mientras tendía su mano hacia la maleta.
—A Tel Aviv. Pero mejor tomo un sherut. Un taxi por plazas, se llaman sherut todavía, ¿no?
—Le hago un buen precio, y con un sherut tendrá que esperar hasta que se llene, y eso puedo durar media hora, una hora. Se lo hago por cien shequels, cincuenta de rebaja. No es mucho, veinticinco euros y llega hasta su hotel tranquilo.
El aeropuerto parecía un aeropuerto de Jerez o algo así, y no un aeropuerto de un país de seis millones de habitantes. Seis millones, pensó Daniel, qué coincidencia, por qué seis, cómo llegamos justo a seis, ahora que vuelvo a Israel. Justo seis, y no hay nadie en el aeropuerto.
Se subió en el taxi, sin discutir más el precio, aunque muy bien sabía que podría haber regateado otros veinte shequels, el taxista podía esperar otras dos horas antes de encontrar otro cliente.
—¿De dónde llega?
—De París.
El taxista ahora le miró por el espejito.
—¿Y es usted judío?
—¿Y qué importancia puede tener eso?
Pero se acordó que en un lapso mental era lo mismo que él preguntó al taxista marroquí hacía unas pocas horas.
—Sí, soy judío.
—Sí, bueno, está claro, los cristianos no vienen de Francia a Israel, son todos unas antisemitas, o están los que vienen a ayudar a los palestinos, yo le digo a usted que ya van a ver esos franceses con sus árabes, cuando se levanten, no va a ser broma, eso de que están a favor de los árabes no les va a ayudar del todo. ¿Y usted viene de paseo o ha decidido hacer su aliyah? —Ah, no… no, nada de eso, es un viaje de turismo. —Habla usted muy bien hebreo.
—Viví aquí unos años.
Diez. Diez años. Pero no podía decir la palabra diez.
—Y no tiene miedo de vivir en Francia, dicen que hay muchos actos antisemitas, que ponen esvásticas sobre todos los nombres judíos en las entradas de las casas.
—No, no que yo sepa.
—Hay muchos franceses que se están yendo de Francia y se vienen a Israel o se van a Estados Unidos, o al Canadá, porque no se sienten seguros.
—La verdad es que estoy un poco cansado del viaje. Fue un vuelo un poco pesado.
El taxista se calló. Poco le interesaba a Daniel el discurso sionista que ya se conocía de memoria, el aeropuerto vacío y los periódicos agrandando cualquier piedrecilla que algún niñato tiraba sobre una sinagoga. No quería entrar en discusión sobre los actos que se hacían todos los días contra los musulmanes y sus mezquitas en Francia. Era lo último de lo que quería hablar.
—La calle Bazel, un momento, el número, el 21.
—Eso es fácil. Es que yo no conozco muy bien Tel Aviv, hasta ahora trabajaba en Jerusalén.
—¿Y la calle Gad de Jerusalén es céntrica?
—Sí, bastante, no en el centro, pero cerca de Emek Refaim.
—¿Cerca de Ymca, del King David?
—Unos quince minutos… andando no está lejos, es en Bakaa.
—Ya…
—Hemos llegado, le ayudo a bajar las maletas.
—No hace falta, es una maleta y no pesa mucho. Aquí tiene sus cien shequels. Gracias.
Mientras le daba el dinero se dio cuenta de que el taxista se parecía mucho al de París, casi primos, pensó, y que llegaba a casa de Elsa en un Seat Toledo, del mismo color blanco que el otro taxi. Pero de eso no pasó, las coincidencias empezaron a aburrirle.
Elsa se echó encima de Daniel antes de que pudiera posar la maleta en el suelo. Le abrazaba sin parar y le decía que le había echado tanto de menos. Bueno, bueno, déjame entrar, pero ella pensaba en otro entrar. Daniel pensaba en Ester y ahora se daba cuenta de que hubiese sido mejor alquilar un piso o una habitación en un apartahotel sin decir nada a Elsa, que ahora le quitaba la chaqueta y la camisa y se desnudaba poco a poco. Al poco tiempo ya estaban en la cama matrimonial, tenías tantas ganas de hacerlo aquí contigo, a menudo pienso en ti cuando lo hago con mi marido. No te preocupes, vuelve a las siete de la tarde y sabe que vas a estar aquí. Elsa se había casado con la condición de que podría seguir su relación con Daniel. Pero ahora Daniel no estaba muy concentrado en el sexo, ni en Elsa, aunque eso a ella no le importaba. Los dos desnudos en la cama, al principio él se incorporó con una media erección, después de haber cogido con rapidez las fotografías de Ester que se habían caído de su pantalón. Elsa ni se dio cuenta. Con media erección penetró en ella y a pesar de eso Elsa disfrutaba como nunca había disfrutado con su marido, y entonces se acordó de una imagen, de una vez que hizo el amor con ella y con Ester, ya no sabía si era una fantasía o si eso había pasado de verdad, fue en un hotel enfrente del mar, se acordaba del mar, bueno, sí, la cosa pasó de verdad, los tres fumaban marihuana, o algo así, y al acordarse de ese acto sexual triangular o de esa fantasía se excitó y su sexo creció hasta dolerle porque estiraba su piel, ella se dio cuenta a pesar de estar muy mojada, y eso hizo que tuviera un segundo orgasmo y después él eyaculó. La eyaculación no le pareció espectacular. Ni le dio mucho placer. Enseguida se separó de ella, y se tumbó a su lado, pero sin tocarla ni rozarla.
—¿Quieres un pitillo? Tengo marihuana.
—Bueno.
Ella volvió con la marihuana ya encendida y se la pasó.
—Me la trae un taxista árabe, es muy buena, es marihuana hembra, de muy buena calidad. Viene de su jardín en Um El Fahhem. Cuando viene a Tel Aviv me trae unos cuantos gramos. No es que fume mucho, un poco, de vez en cuando. A Rami eso no le gusta tanto.
—¿Y quién es Rami?
—Mi marido, ya te lo he dicho mil veces, se llama Rami.
—Me importa un pito.
Siguieron fumando hasta que se acabó el cigarro y se fue a la ducha.
—Aquí tienes toallas, éste será tu cuarto.
Estaba al otro lado del baño que le separaba del cuarto de Elsa y su marido.
En el baño, al entrar en la ducha, se sintió muy mal y con ganas de vomitar. La marihuana le podía causar ese malestar o una euforia agradable. Nunca podía prevenir cómo iba a actuar. Se duchó y se fue a dormir. Al despertarse tres horas más tarde se sentía todavía peor.
—¿Quieres comer algo? —preguntó Elsa.
—Me sentó fatal la marihuana.
—Tal vez una sopa te hará bien. Tengo una sopa de miso, orgánica, concentrada, te la pongo en agua hirviente y te sentará muy bien.
—No sé lo que es, pero bueno.
Elsa volvió a abrazarle, pero él no tuvo ninguna reacción. Fue a la cocina y en poco tiempo estaba de vuelta con la sopa. Cuando acabó la última cucharada se oyó la llave en la puerta de la entrada. Ha llegado, dijo ella.
Él salió unos instantes después a saludar al marido de Elsa, y otra vez no llegaba a recordarse de su nombre.
—Muy bien, yo os dejo, que he venido a escribir. No os molesto.
—Pero si no molestas. ¿Quieres beber algo?
—No, nos fumamos un porro y me sentó de lo peor, ya te contará Elsa, y lo mejor es que me vaya a mi cuarto, que está requegenial, todo lo que necesito, una cama, un armario y una mesa para mi ordenador. Muchas gracias por vuestra hospitalidad.
Se retiró a su cuarto y empezó a escuchar en sus oídos los aforismos del taller, del escritor Juan Manuel Empeñás, alias El Empapado, porque siempre estaba mojado, se decía que si la temperatura no bajaba a menos diez grados él siempre iba con un par de vaqueros y una camisa, y siempre calzaba unos zapatos ridículos y anticuados de charol. En la clase, en invierno, sudaba todo el tiempo, y no soportaba la calefacción aunque todos teníamos frío. Era un escritor de culto, había publicado dieciocho novelas pero ninguno de los siete alumnos había visto nunca una de ellas. Después de mucho insistir le dio el teléfono de una editorial en Luxemburgo que había publicado sus dos últimas novelas. «Agotadas» dijo la voz femenina del otro lado del teléfono, ni siquiera preguntó si pensaban reeditarlas. No era de esperar que se leyera mucha prosa en castellano en Luxemburgo.
El taller era en castellano, que de alguna manera era la lengua materna de Daniel. Sus dos padres eran mudos, o se habían vuelto mudos, nunca llegó a enterarse, y se encontraron y se casaron en un campo de refugiados en Chipre en 1947 y en el mismo año nació él. Su padre murió cuando tenía tres años y su madre un año después. Era como si se hubieran salvado de los campos de exterminio alemanes para engendrarlo y una vez cumplida la misión decidieron dejar el mundo mudo en el que los dos vivían. En Naharya oía un poco de alemán y, claro, hebreo. Después se crió en casa de su abuela, que era ciega y sólo hablaba español, aunque sabía alemán, pero esa lengua, esa lengua ya nunca más la utilizaré, decía. Ella se había ido con su marido en 1932 a Tánger y allí aprendió español, pero no francés, aunque muy bien podría haberlo hecho. Pero los judíos de Tánger hablaban ya español y ella sabía algo de esa lengua, así que se adaptó con rapidez. El abuelo murió en 1945 al oír que de su familia no había quedado nadie, menos su hija, la madre de Daniel. Ella siguió viviendo, o así decía, por esa misma razón, y después para criar a su nieto. Cuando tengas veinte años, te dejo todo y me muero. Y así hizo, unos días después de que Daniel cumpliera los veinte años falleció. En esa época él estudiaba en Alemania dibujo gracias a una beca que había recibido del gobierno alemán, ya llevaba allí cinco años porque decidió acabar allí su bachillerato y tenía un tío que le invitó a vivir con él en Berlín.
Nunca escriban borrachos, decía. No escriban novelas de amor, hay mucha competencia. Por lo menos no la primera, ni la segunda. Escriban sobre lo que conocen. Escriban siempre sobre lo que les incita. Nunca escriban novelas sobre escritores, ni sobre escribir. Eso es lo que más aburre a los lectores.
Podía empezar por lo que le pasó esa misma mañana.
La maleta el pasaporte. El pasaporte la maleta.
No era mala idea, no estaba mal y después seguir por el taxi, la vuelta a casa por el pasaporte, después podía inventar unas fotografías sexy de Ester, podía cambiar los nombres, él sería Bernardo y ella Michelle, o ella Danielle, eso sería hasta más divertido, Daniel y Danielle, o Bernardo y Danielle, o Michel y Michelle, que podría ser el título de la novela, o podía también llamarse El pasaporte la maleta. O podría escribir algo sin nada que ver con el viaje, aunque como decía El Empapado lo mejor era empezar por algo cercano, por algo quetetoca, no está mal empezar por una novela de viaje, con un viaje interior, aunque ahora sobre todo pensaba en el taxista.
El taxista, siempre es bueno pensar en los taxistas, y se acordaba de que el taxista de París se llamaba Yusuf, Yusuf que suena como Yosef y se parecía a un judío, y el taxista de Tel Aviv que se parecía al de París, y eso que el de París hasta le dijo el apellido, Bentato, pero si se parece tanto a un apellido judío, ¿no? Bentata, ¿Bentata?, no era ése el apellido de Ester, no estaba seguro, pero era algo muy parecido, Ben… Benalgo, Benchinzon, Bentapon, Benjalfon, Bensadon, no, creo que era Bentata, era Bentata, bueno, pues el taxista de Tel Aviv podía llamarse Yosef Bentata, eso es, no es mala idea, y dos vidas paralelas de los dos taxistas. No es mala idea. O esa frase que le hanteaba desde hacía tiempo para empezar una novela.
No fue un suicidio, fue un homicidio.
Podía ser una novela negra, o una novela blanca. Lo que sea.
Y sobre todo borrar, es lo que decía siempre El Empapado, antes de acabar la clase. Borrar. Y muy en serio, pero muy muy en serio, y estaba prohibido reír porque no entendía el chiste y se molestaba, seguía: Yo soy el más grande borrador del mundo. He publicado dieciocho novelas y he borrado cuarenta. Hay que borrar y borrar, más y más.
Podía además escribir en castellano o en hebreo, tal vez en francés, había leído muchos libros en esos tres idiomas en los últimos tres años, para verse con el panorama de la literatura actual, y porque El Empapado decía que hay leer mucho y mucho más, todas las novelas posibles, hay que leer y leer y leer.
Optó por la maleta y el pasaporte.

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2.
4649 palabras, es lo que decía el ordenador que había escrito. Se fue a dormir exhausto a las seis de la mañana, creyó haber oído entre sueños una discusión entre Elsa y su marido, ¿cómo era que se llamaba?, no me acuerdo de su nombre, nunca me acuerdo de los nombres de los maridos, y se despertó a las once y media. Sobre el ordenador vio un teléfono móvil y una nota. Aquí te dejo este móvil, creo que te hará falta y así te llamo, mi número está en la memoria y el número del móvil es el 055424255.
Pero es que no puede ser, se dijo tres o cuatro veces, si 55 es mi edad y 42 la edad de Ester, creo que Bentata, se lo debo preguntar, pero está feo no acordarse de los apellidos de las amantes, mejor lo investigo sin preguntas directas, ¿cómo podía ser que el número del móvil fuese justo ese?, ¿qué posibilidades había de que fuese una coincidencia?
Fijaos en las coincidencias, decía El Empapado, no hay coincidencias, conectar coincidencias y crear de ellas un relato coherente es la base de la prosa moderna. Crear una lógica en el caos, eso es.
Volvió a leer lo que había escrito, pero todo le parecía muy mal, primero eran demasiadas palabras, así que fue borrando, y riéndose mientras se acordaba de cómo El Empapado decía que era un borrador, hasta que se quedó con mil. Borró todo lo del taxista, y se dijo que lo de veinte años parecía demasiado, ya nadie volvía a ver a una antigua amante después de veinte años, con siete era bastante, bueno, mejor cinco, tres, tres es más realista, veinte años parece lo de la Odisea, ya van a pensar en la Odisea los críticos y empezarán a marear la cabeza, pero había que escribir sobre la realidad, eso sí, y eran de verdad veinte años, bueno, más bien diecinueve, pero eso sí que suena fatal, o quince o veinte, pero no diecinueve, siguió borrando la parte de la paja, y el sexo con Elsa, está bien escribir un poco de erotismo, pero no una novela erótica, eso sí que no, y siguió borrando hasta que lo que le quedó le pareció completamente nulo y lo borró todo, todo y cerró el programa Word, y se fue a beber un café. La casa estaba desierta y las persianas del salón bajadas. Está bien, mucha luz no ayuda a concentrarse, mientras bebía el café, y esta vez sin mucho pensarlo marcó el número de Ester, el de su móvil, era mejor no llamar a su casa, ¿cómo había dicho el vecino que se llamaba su marido?, ¿no sería Yosef por casualidad?
Marcó el 055705905 y ella respondió en seguida. Esperaba algunos sonidos antes de la súbita respuesta, un lapso de dos segundos o tres para poder pensar.
—Hola, soy Daniel.
—Hola, acabo de salir de una clase.
—Bien.
Eso sí lo sabía, Ester daba clases de psicología en la universidad de Jerusalén,
—De psicología, muy bien, a mí también me interesa mucho la psicología —dijo por decir algo.
—No, es de gimnasia, doy clases de gimnasia.
—¿Qué?
—Soy profesora de gimnasia.
—Mira, estoy en Tel Aviv, y estoy en la calle Bazel. Me gustaría verte. Hoy. Estoy escribiendo una novela.
Bueno, más bien borrando, y preferiría que nos viéramos mañana y poder descansar y escribir algo hoy, pero ya dije lo que dije y se acabó.
—Sí, hoy ya no tengo ninguna otra clase, nos podemos ver, a ver, son casi las doce, a eso de las cuatro. Hay una cafetería con muy buen café en tu calle, se llama Arcaffé, hay una placita en medio de la calle con unas tiendas y cuatro o cinco cafeterías, seguro que la encuentras.
—Muy bien, a las cuatro.
—Un besito.
¿De donde venía eso? ¿Qué quería decir ese besito?
—Mi número de móvil es el 055425542. No, un momento, es el 055424255, eso, fácil de recordar. Creo que sabes por qué. —Bien, de todas formas lo tengo aquí marcado en mi móvil. Si me retraso o algo te llamo.
Al cerrar llamó Elsa.
—Estoy trabajando hasta las cinco. Después si quieres nos vemos.
—No sé, tengo una cita aquí a las cuatro, en Arcaffé, ¿dónde queda eso?
—Bajas de casa y lo verás, bueno, si quedaste en el de la calle Bazel, porque es una red, hay otro en la calle Rotchild.
—No, no, quedamos en la calle Bazel, dijo que estaba cerca, que tienen muy buen café.
—Bueno, a mí no me gusta tanto, un poco fuerte, pero tiene la fama de tener muy buen café, sobre todo el expreso, si es lo que te gusta a ti.
—Veo a Ester.
—Ah.
Volvió a sentarse a escribir, empezó por la maleta y el pasaporte otra vez. Pero pasó a hablar de suicidios, la maleta ahora le recordaba un intento de suicidio, muchos años antes, era el tercer intento, pastillas, ahora se decía que tenía que describir el cuerpo del narrador, era importante, describir lo máximo posible decía El Empapado, bueno, eso, el tamaño de la maleta, 78 centímetros por 1 metro 43, y veintitrés de ancho, la maleta, y también el tamaño del pasaporte, 3,77 centímetros por 5,84. Y el libro de Nabokov, 4,25 x 6,88, ahora decidió leer el libro de Nabokov, mejor leer que escribir tonterías, pero se paró perplejo después de la segunda línea. Y no era ni la primera página del libro, era la autobiografía del escritor, en francés, decía «Vladimir Nabokov est né le 23 avril 1899 a Saint-Pettersbourg, au 47, rue Moskaïa (actuelement rue Herzen)» y no pudo seguir leyendo. Éste sí que da detalles, el número y el nombre de la calle, y el nuevo nombre de la calle, no te jode, ya es para cagarse encima, para no leer el libro nunca, ¿cómo coño iba a describir Daniel la calle donde había nacido? Algo así como Daniel nació en un campo de refugiados judíos en Chipre (que se sigue llamando Chipre) en la parte norte que daba a la playa del Mediterráneo de la isla (donde ahora está el hotel Milton) un día en el mes de mayo, entre el cinco y el diez de mayo, nadie se acuerda porque sus padres eran mudos y nunca hablaron de eso, ni de nada.
Eso es, para que se enteren estos escritores que escriben el número de la calle donde han nacido.
Comió una tostada con mantequilla y bebió un vaso de leche y siguió escribiendo, pero volvió a las mismas palabras que había borrado, con las fotografías y el sexo con Elsa, ahora le adjuntó una fantasía erótica con Ester para darle un poco de sal. Y escribía sin parar hasta que sonó el teléfono.
—Son las cuatro y cuarto —dijo Ester.
—Perdón, estaba escribiendo, ahora mismo bajo.
Y salió corriendo con el libro de Nabokov.
—Hola.
Besos, dos de cada lado, estilo francés.
— Toma, te regalo este libro de Nabokov, no lo puedo leer. Mira, las dos primeras líneas me dejaron kao, pero completamente, es imposible, no se puede decir más que eso en un libro, más que en esas dos líneas que ni siquiera las escribió él, pero que dicen todo, lo importante que es nacer en San Petersburgo y en la calle Moskaïa, actualmente calle Herzen, y además en el número 47, te das cuenta, no es como nosotros, otros mortales, aspirantes a escritores, es un dios, a lo mejor era una finca, un hotel particulier, por lo menos, ¿no? Si no no sabríamos en qué piso nació, todo el número 47, claro.
—¿Y como estás? —preguntó ella.






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MURIEL novela de Mois Benarroch (extracto)

 KINDLE NOVELA DE Mois Benarroch

Muriel  

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En todo el mundo

 

Lee más en mi blog

http://moisbenarroch.blogspot.co.il/

 

 

Sí que me acuerdo, me acuerdo de todo, de todos los detalles, de los más mínimos, del bum, de la bomba, una mujer de blanco corriendo y gritando, el silencio después de la bomba, cómo me puse a correr y de pronto me paré en seco, me paré un minuto y medio exactamente y entonces me di cuenta de que estaba pegado a la puerta de un Fiat Punto que tenía la llave dentro y vi que no estaba cerrado. Cómo entré en el coche y arranqué y tomé la carretera en plena noche. Eran las once y veinte, sabía muy bien que todos los caminos se cerrarían, así que tomé hacia la central de autobuses y de allí hacia la calle Bar Ilan, hasta la salida por la universidad hacia el mar muerto.

Me acuerdo de todo, miles de detalles, podría escribir un libro entero de todos los detalles que recuerdo. Pero nadie me cree, nadie, ni yo. Bueno: yo sí me creo pero no puedo convencerme de nada; y después bajando hacia el punto más profundo de la tierra y el accidente contra el camión amarillo, era amarillo y estoy seguro de ello aunque la noche era oscura. Muy oscura. Y el hospital.

Cuando me desperté me llamaban Mariano. Una mujer, «mi» mujer me llamaba Mariano. Y yo no podía responder. No podía responder: «No soy Mariano, estás equivocada».

—Vine de inmediato, mi amor. Mi amor, qué susto me has dado.

«¿Qué amor? ¿Qué pasa aquí?»

Y ya desde esa primera pregunta no preguntada esa mujer, «mi» mujer, respondía como si fuese una conversación normal, respondía a todas las preguntas que pensaba.

—Sí; eres Mariano, ya me ha dicho el médico que tal vez tengas una amnesia temporal, y que no te acuerdes de muchas cosas, me dijo que te cuente tu vida, que te hable de todo. «¿Cómo te llamas?»

—Que hasta a lo mejor ni te acuerdas de mi nombre, yo soy Muriel, llevamos siete años casados. Tenemos una hija de tres años. No pudo venir. Se quedó en Madrid.

«¿Dónde?» Pero si yo nunca he estado en Madrid. ¿Qué pasa aquí?

—Mejor que no te excites, cálmate.

Por lo visto intenté revelarme contra mi cambio de identidad repentino.

—Vivimos en Madrid. Tú naciste en Madrid.

«Yo no, yo nací en Tánger, señora Muriel. En Tánger. Me llamo Max. Max Benamu.»

Y me quedé dormido.

De un golpe.

Cuando me desperté Muriel seguía hablando. Creo que no sabía muy bien cuándo estaba despierto o dormido y tenía la orden de hablar conmigo todo lo posible. Me contaba mi vida. Mi pasado. Mi nuevo pasado.

La verdad es que no era tan malo y sobre todo me encantaba su voz, en menos de dos o tres días estaba ya enamorado de su voz. Muriel, voz de Muriel, por favor, sálvame. No podía verla ni imaginarla, aunque estaba seguro de que hablaba mucho. Algo muy común en la mujer española, o por lo menos en las mujeres españolas que yo conocía.

La cosa, el caso, lo que me pasaba a veces no me parecía algo tan negativo. Me llevaba muy mal con mi mujer, Sarah, que era francesa y llevábamos veinte años casados. Eso sí, teníamos una hija. Tenía una hija con mis dos mujeres. Mi hija tenía siete años. Con Sarah no me llevaba bien. O más bien no me llevaba. Ni bien ni mal. Todo era silencio. Aunque ella sí hablaba mucho, yo era silencio. O ese yo, el yo Max, no mi nuevo yo: el yo Mariano. Yomax y Yomariano.

Muriel me contaba mi vida y yo oía su voz. Me contaba que había nacido en Madrid, que mi padre fue ministro en la época de Franco, que viajé a Israel porque me interesaba el judaísmo, que yo decía que tenía una abuela judía pero que eran especulaciones, que pensaba en convertirme pero ella no creía que fuera a hacer eso. Tuvo tiempo para contarme miles de cosas pero, sin ver, yo oía su voz, yo veía su voz, su voz tenía colores, cuando estaba de buen humor era muy amarilla, cuando se ponía nerviosa tendía hacia el celeste, porque intentaba calmarse hablando y contando. Me hablaba de nuestra hija, Sarah, que también llamaba Dana, de mi negocio, o el negocio de mi padre, la red de restaurantes Pibx, que había empezado con un restaurán abierto por mi padre en 1977 en la calle Orense, que tenía de especial que a la entrada había una tienda de bragas y calzoncillos. Pues fue una gran idea porque a los amantes les gustó eso de comprar unas braguillas a sus conquistas después o antes de la cena. Tanto que ya es una red de ochenta sucursales, o más, quién sabe, y es hasta internacional, hemos abierto una en Buenos Aires y otra en Estambul, a los turcos eso les vuelve locos. Seguía hablando, siempre hablando Sarah, los negocios tenían colores más bien marrones. A veces con un toque de colorado. Tú eres el dueño del negocio, lo que quería decir más o menos que no hacía nada, porque todo lo decidía el director. Lo primero que propuse al salir del hospital, año y medio después del accidente, fue abrir una sucursal en Jerusalén, a lo cual el director se opuso rotundamente porque eso quería decir que perderíamos muchos clientes en todo el mundo y no podríamos abrir sucursales en países árabes.

—Podemos abrir en la parte árabe, sería revolucionario, ¿no? Bragas para palestinas.

—No, señor Caro, no creo que sea buena idea, y tampoco creo que esté en estado de tomar decisiones.

—No es que les falten bragas a las israelíes, pero podrían comer un poco más de casher.

—¿Qué?

—Mire, usted hace lo que yo le diga, que para eso soy el dueño.

Pero no era así. Tenía dos hermanos y mi padre había dejado claro que yo era el dueño pero el que decidía era el director, el señor Carlos Ortega y Gasset, sí, ése, bisnieto del filósofo. Y desgraciadamente por eso no pudimos enviar bragas a Palestina. Yo siempre estuve a favor de llenar palestinas de bragas.

Muriel me seguía contando que mi padre se enriqueció en los negocios de los años sesenta, importando coches en una empresa con su hermano pero que lo perdió todo, el hermano, lo perdió todo en el casino de Montecarlo, bueno, no todo en Mónaco, también perdió mucho en España, se gastaba millonadas en quinielas, y cuando tu padre se dio cuenta ya era tarde, por suerte pudo salvar algo, algo con lo que pudieron tus padres vivir hasta que abrió el primer Pibx.

Entonces, después de que me contara esto, tiró la… y oí que cerraba unas persianas, cerró la puerta y me tocó la polla. Es lo único que no tienes enyesado y después me la chupó, fue la primera vez de las diecisiete veces que me la chupó mientras estaba en el hospital, y los únicos momentos en los que no me hablaba mientras estaba despierto, a lo mejor también me hablaba mientras dormía. No era tan fácil gozar sin poder moverme del todo, porque cualquier movimiento mínimo me causaba dolores terribles, sobre todo de espalda.

Dos años y medio más tarde fui por segunda vez a Jerusalén. Esta vez alquilé un piso en frente de Sarah. Calle Yehuda 41, primer piso. Allí vivía yo hace años, miles de años. Primero la seguí desde mi ventana, vivía con un hombre. Desde la ventana se veía que se llevaban bien, o tal vez era sólo una apariencia.

Tenía que hablar con ella, sobre todo preguntarle por qué mi nombre no aparecía en la placa que pusieron al lado de la plaza del atentado. Tenía que hablar con ella.

Seguí los pasos de toda la familia, y al final encontré el día adecuado. El martes salía el macho de la casa y ella se quedaba sola durante dos horas hasta que venía otro hombre a limpiar la casa. Lo que no sabía es en qué idioma iba a hablar con ella. Sí que tuve un trastorno cerebral bastante grave, pero no el que diagnosticaron los médicos, no era amnesia, era otra cosa: de mi mente desparecieron todas las lenguas que sabía hablar. Y sólo hablaba mi lengua materna. Además era el español de mi infancia, el español de Tánger. Mi mujer, la segunda, Muriel, me decía que había aprendido muy bien a hablar como los tetuaníes, pero era otra cosa. No podía hablar en francés, ni en inglés, ni hebreo, ni italiano, ni portugués, ni árabe, nada, ninguna de las lenguas que sabía. Lo peor del caso es que tomé clases de francés, y no había ninguna manera de meterme en la cabeza por más de cinco segundos que una mesa pudiera tener otra palabra. Primero decía mesa, después la palabra en francés, y enseguida volvía a decir mesa.

Toqué el timbre pero nadie vino a abrir, así que golpeé la puerta, bastante fuerte. Ella abrió sin preguntar quién era.

—Pero, si tú estás…

Creo que habló en hebreo.

—Soy yo, Max. ¿Puedo entrar?

Y entré.

Entré en el salón. El suelo había cambiado y era ahora de madera. Maquetas de madera. Pero el salón seguía igual. Su atracción física no había desparecido y tuve una media erección.

—Mira, Sarah, escucha bien. Soy yo, y no estoy muerto. Estoy vivo. Pero no puedo hablar francés. Sólo puedo hablar es-pa-ñol. Creo que me entiendes.

—Sí —dijo.

Estaba vestida con unos vaqueros azul marino y una blusa negra. No se sentaba.

—Creo que lo mejor será que te explique lo que pasó. —Por favor, vete, vete de aquí.

Hablaba en un español con acento muy raro, poj favoj, así decía.

—¿Cómo?

—Ya estoy mejor, estoy bien, sabes, estoy bien, me he casado de nuevo, y ayer vino mi hija y dijo que te vio en la calle y que te reíste, y dije que era un sueño.

Seguía diciendo jeiste, pero me fui acostumbjando.

—¡Pues no sabía que hablabas tan bien español!

—Para esto sí, no te acuerdas que hice un curso en el Cervantes, y otro en el instituto iberoamericano.

- Bueno, pues muy bien. Me explico.

—Por favor, vete.

Y entonces la abracé. La besé en la boca. Me atraía más que nunca. Estaba muy guapa ese día de primavera. Eres mi mujer, me dije, nunca nos divorciamos.

—Eres mi mujer, te echo de menos.

—¿Qué es eso?

—Pues te echo de menos, quiero estar contigo.

—No puedo. Se acabó. ¿Sabes? No fue fácil, aunque nos íbamos ya a divorciar, un día antes había ido a hablar con el abogado. Me sentí muy culpable, ¿sabes? Y con Muriel fue muy difícil.

—Sí, ya. Pues mira. Te lo cuento antes de irme. Estuve en el atentado y me volví como loco, me metí en un coche y me puse a viajar. Era un punto blanco. Después estuve en coma durante seis meses. No podía ni hablar ni moverme. Tenía siete costillas rotas, las dos piernas y las dos manos. Pero sobre todo me dolía la espalda. Y entonces resulta que me había metido en el coche de un español, uno muy rico, y su mujer, que se llama para colmo Muriel y tiene una hija que se llama Sarah, que ahora es mi hija, vino a por mí. No podía ni decir que no era yo.

—¿Estás loco? Vete de aquí. No eres tú.

Muriel (Premio Yehuda Amijai 2012)

 

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