EL EXPULSADO - NOVELA DE Mois Benarroch







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Volvía de Tel Aviv. Un viaje en la línea 480 de los más nor males. Eran las nueve y media de la noche. Me había pasado el día oyendo música en casa de mi amigo Rami que tiene un equipo que vale cincuenta mil dólares o más. Habíamos discutido las cualidades del dvd-audio, un nuevo formato que era lo más análogo que se podía oír en un disco digital. Habíamos oído varias veces el nuevo disco de John Gorka, The Gyspy Life. Nada anormal.
Nadie se sentó a mi lado, me pasé el viaje divagando y soñando sobre el gran éxito que tendrá mi próximo libro. Estaba a dos meses de la publicación de mi entonces última novela, que por fin iba a salir en una editorial de las mejores y no en una de esas pequeñas que desaparecen cuando el dueño se jubila o muere. Una buena editorial con distribución nacional. Pensaba sobre lo aburrida que es la vida del escritor. Es tan aburrida que lo único que nos salva del aburrimiento es inventarnos historias, como los niños pequeños que se inventan amigos imaginarios y les dan nombres para llenar su mundo. Todo me aburre, amigos, músicas, mujeres, la política, discusiones sobre el marxismo, sobre el sionismo, todo me aburre. Bueno, me interesa durante un par de horas al mes, pero no pasa de eso. Después escriben biografías y la gente se cree que la vida de un escritor está llena de aventuras. Bukowski, por dar un ejemplo, se pasó la mayor parte de sus horas sentado solo en bares de mierda, aburriéndose como un lobo. No sé por qué me vino lo del lobo, no sé si los lobos se aburren. Después alguien viene y escribe un libro para demostrar que no se folló a tantas mujeres como describe. Claro, hombre, si hubiese follado a tantas, cuándo coño iba a escribir todos esos poemas y todas las novelas. Pero la gente cree que los libros se escriben solos.
Fui a Tel Aviv porque había acabado de repasar por quinta o sexta vez las galeradas de mi novela, hasta en el último momento encontré una errata, una tilde, horas y días y meses de trabajo pesado y aburrido. Fui a Tel Aviv para descansar de ese trabajo hostil y para ver el mar. No llegué a ver el mar pero sentí su olor y sus olas. Me quedé en la música. Rami trabaja en la agencia Reuters y nunca se sabe si va a tener tiempo o le van a llamar para filmar algún evento urgente o una rueda de prensa de algún político aburrido que quiere dar la nota.
Bueno, pues allí estaba, al final del viaje, y de vuelta a casa, había vuelto a la relación fría y burguesa con mi mujer. Ella, dudando entre quedarse conmigo o divorciarse, y pagando para eso miles de sheqels a su loquera, y yo, como siempre, yéndome y divorciándome pero sin moverme. Estaba otra vez sin trabajo, después de una buena racha de traducciones, meses que no salía nada, empezaba a ahogarme. Aunque esos mismos siete u ocho meses sin trabajar habían sido muy prolíficos y en ellos escribí una novela larga y tres cortas, y pude dar por acabado un libro en el que trabajaba desde hacía años. Todo iba muy bien desde un punto de vista creativo, pero desde un punto de vista económico todo iba a la deriva. Mi mujer me mantenía. No podía divorciarme. O tal vez era lo que más debía hacer.
Y entonces, me levanté de mi asiento, y al levantarme la vi enfrente de mí. Primero el asombro, después los ojos clavados en ella hasta que se dio la vuelta y fue a salir por la puerta delantera, y yo por la trasera.
Claro que estas cosas pasan, no sabemos cómo se trasmiten millones de células genéticas y a mí ya me han dicho unas diez veces que me parezco mucho a alguien que otros conocen, me llaman por nombres que no son míos y hasta una vez una mujer estuvo mirándome sin poder separar su mirada de mí durante diez minutos para después anunciarme que me parecía a un novio suyo que había muerto en un accidente de coche, y yo que empezaba a creer que se enamoraba de mis bonitos ojos…
Era ella, más ella que ella, la misma cara, y al bajar la veía andar hacia el chequeo de seguridad, que más bien se parece al de un aeropuerto que a una estación de buses, era ella y más que ella, pero veinticinco años no habían pasado, no en ella, vestía la misma ropa que ella vestía, las mismas botas con medio bacón, una minifalda que ya no estaba de moda de color rojo, con medias negras, muy negras, una chaqueta de cuero fino negra, y ya hasta podía adivinar qué llevaba dentro.
Esperando mi turno para pasar mi bolso por la máquina que buscaba bombas la perdí de vista, creía que para siempre. Podía muy bien ser pura imaginación de escritor, una idea para escribir una novela o un cuento, aunque los cuentos se me dan mal, necesito más palabras. Debía haber sido así, uno no debe jugar con las coincidencias ni con la imaginación. Y hay cosas más importantes en la vida, como la discriminación contra minorías, la pobreza, la bomba atómica de los iraníes, el extremismo religioso, sobre eso debe uno escribir. Digo yo.
Sí, hay que escribir sobre cosas importantes, pero uno escribe lo que escribe y no lo que debe. Ahora en mi pueblo los radicales la han tomado conmigo, han dicho que no soy bastante de izquierda, ni antisionista, como ellos creen que debo ser, después de haber leído tres o cuatro poemas míos. Y todo por haber dicho en voz alta lo que todos dicen en voz baja, que los sefardíes sufren de una discriminación terrible en Israel por parte de los otros judíos, los europeos, que se creen superiores en los términos más racistas del pensamiento europeo y occidental, y por eso creen que es su deber impedir la producción literaria de marroquíes o sefardíes. Bueno, y qué, lo dije y creí que después podía seguir escribiendo mis boberiítas, los cuentos que me imagino para llenar mi vida y los personajes que creo para escaparme de mi soledad. Pero desde entonces, desde que lo dije, me doy cuenta de que toqué un botón que pone a funcionar toda una película y las preguntas son siempre las mismas, crees que todavía hay discriminación, sí, y más que antes, y peor, y otra vez y otra vez las mismas preguntas. Me tienen harto. Soy escritor, no soy ni de izquierda ni de derecha, ni estoy a favor de ningún partido ni de ningún entero, no soy radical ni de extrema derecha ni de extrema izquierda, yastá, lo he dicho y que se joda el que espera algo otro de mí. ¡Coño!
Sí, vale, ya acabo, no estamos aquí para contar ese lío, sino la historia de esta mujer en el autobús, así que tranquilos, no vamos a cabrearnos ni a pelearnos con nadie, que es una historia de amor, de desamor, de ficción, de realidad, o la realidad que se confunde con la ficción. Porque es que lo peor del caso, lo más insólito, lo más imposible de creer y de escribir, es que esta historia me pasó de verdad, y no como todo lo que he escrito, que la gente cree que es autobiográfico y nunca lo es. Todos se equivocan siempre, cuando hay algo que baso en mi vida creen que es ficción, y cuando es ficción creen que es basado en la realidad. Lo que me ha convencido que lo más difícil de contar es lo que ha pasado de verdad o lo que está basado sobre la verdad.
Al acercarme a la puerta de salida, la puerta de la izquierda, por la que siempre salgo para poder pasar por la librería de revistas, para ver las revistas de música y a veces comprar una de ellas, la vi ojeando unas revistas de moda y de baile.
Tengo que confesar que no soy de los que hablan con extraños, ni hombres ni mujeres, en estaciones de autobuses ni en autobuses. Me gusta mucho fijarme en la gente, ver ojos, ver ojos que miran, que ven y se pierden, y crear de cada mujer o hombre interesante una vida imaginaria y un personaje de ficción, éste nació en enero, sus padres se divorciaron cuando tenía siete años, se ha casado dos veces, no le gusta el pescado, ésta es divorciada con dos hijos y odia a todos los hombres, vive frustrada, a veces los miro de forma descarada y una vez que me fijaba en un hombre el Dizengoff Center en Tel Aviv me dijo ¡Y tú qué miras!, estaba un poco trastornado, pero en el fondo tenía razón, uno no tiene derecho a ir así por las calles y trasformar a cualquier persona en personaje literario. Hay cosas que no se hacen.
Pero en esta ocasión no dudé un solo segundo y me dirigí a ella con la primera pregunta que se me subió a la cabeza. En mi cabeza ahora oía sonidos de William Ackerman, del disco Conferring with the moon, con sus guitarras y flautas. Parecía que salía de los altavoces de la estación aunque sólo vivían en mi cabeza. Cosa que me pasa a menudo. Hace ya mucho tiempo hasta oía sinfonías enteras que nadie ha escrito, las soñaba.
— ¿Hablas francés?
—Oui.
La misma voz. Yo allí parado.
— ¿Vous avez besoin de quelque chose?
Y ahora qué digo. Sigo en hebreo.
—Es que sólo quería saber si hablabas francés. —Pues ya lo sabes, qué pregunta más rara, creí que me ibas a preguntar cómo se llega a algún lado, en este sitio es una pregunta común, qué autobús hay que tomar, cosas así, pero nunca se pregunta así porque así si hablas francés.
— ¿Y te llamas Gabrielle?
Ahora la sorpresa la llevaba ella en la cara.
— ¿Nos conocemos?
—Bueno, no, o sí, tal vez sí. Treinta años, sí.
—Pero yo sólo tengo veinticinco.
—Por eso es sí y no, desde antes de que nacieras, son muchos años… Hola, me llamo…
— ¿Pero cómo sabías mi nombre?
—Es obvio, lo tienes escrito en la frente, y también sé que odias cuando te llaman aquí Gabriela, te pone muy nerviosa.
Ahora me miraba, intentaba acordarse de algo, de si me conocía de algún lado, de si le parecía conocido, dudaba entre irse o quedarse, entre tomarme por un loco o seguir hablando.
—No estoy loco, no es eso, o a lo mejor sí, sí estoy loco, no sé, pero tengo la impresión de saber muchas cosas sobre ti.
—¿Cómo qué, por ejemplo?
Había algo de agresividad en su voz, igual que Gabrielle, bueno, claro, igual que ella misma, era igual a ella misma. Pero sobre todo mostraba curiosidad.
—¿Eres uno de esos maniáticos que persigue a la gente y después se hace el interesante?
Preguntó, no muy convencida. Hasta dudó si debía haber un signo de interrogación en la última frase, tal vez debería ser
—Eres uno de esos maniáticos que persigue a la gente y después se hace el interesante…
Y después sonrió. Una sonrisa traviesa, como la de Gabrielle. Sí, claro, evidente, igual que su misma sonrisa, la misma sonrisa de Gabrielle.
—Sí, eso es exactamente lo que soy, uno de esos maniáticos que persigue a la gente y después se hace el interesante…
Creo que lo mejor sería dejar de repetir esta frase.
Mira que las cosas pueden tener gracia, me envío un email para guardar un back-up de este archivo a mi dirección de g-mail. Según el diccionario back-up se dice en castellano: copia de seguridad de un archivo. En el diccionario de la real academia ni siquiera existe la palabra. Bueno, resulta que me lo envío y al recibirlo de vuelta en mis nuevos e-mails me pregunto si no es otra publicidad de viagra o de una página pornográfica, porque el título es Gabrielle, los nombres de francesas siempre suenan a erotismo y a sexo.
—¿Qué te parece si nos tomamos un café?
Me mira, ojea la revista de moda, me vuelve a mirar.
Esto es de novela, esto lo voy a escribir. La música en mi cabeza se cambia por la canción Moondance de Van Morrison, que ya me parece lo más banal que puede haber, así que cambio de estación y oigo a Jimmy Lafave, cantando Don´t Walk away Renée, una canción que te corta las tripas. Vamos, sí, dime que sí, dime que sí. Seguro que dirá que sí, si esto es lógico, si tiene su lógica narrativa tiene que decir que sí. Se cambia la canción, ahora es Townes Van Zandt, If I needed you, y canta
if I needed you
would you come to me
for to ease my pain






¿Qué me duele? Nada, pero sigue ojeando su revista, o es que está pasando un tiempo paralelo y largo que no tiene que ver con mi pregunta y su respuesta. Un momento en el que pienso muy rápido y veo ideas de horas en segundos. ¿Quién puede creer un cuento así? Todos empezaran a decir que es realismo fantástico o metaficción, que Cortázar o Millás o Auster o Roth, o toda clase de escritores, ¿cómo cuento esto para que convenza? Y a lo mejor debo irme ya y no dejar a la realidad mezclarse con la ficción e inventar todo, entonces, justo en ese momento dice:
—Sí.
Es un sí acogedor, ya lo conozco, pero es tan diferente del de mi mujer de hoy que me parece raro, como si se plantase en un sitio desconocido en mi mente. Es un sí acogedor y conocido, pero a la vez extraño.
—Muy bien, en Aroma, me gusta el café que hacen —dice. —Sí, y te gusta el expreso muy corto y odias el café cortado.
Me vuelve a mirar, sonríe, se ve que la cosa empieza a gustarle, a intrigarle.
Vamos a la cafetería y pedimos en la caja, ella un expreso muy corto.
—Muy muy corto —le dice a la camarera, y después vuelve a precisarlo de nuevo, muy muy corto.
—Yo, un macchiato, pero descafeinado.
—Diecisiete sheqels —nos dice la camarera.
Nos sentamos en la sala interior, sin luz y sin ventanas.
—¿Qué más sabes de mí? —pregunta al sentarse.
—Todo, más o menos, grosso modo. Sé hasta tu futuro. Por ejemplo sabía que ibas a decir que sí. —Miento.
—Sí a qué.
—A tomar un café.
—Sí —miente ella—, yo también sabía que lo sabías y por eso esperé tanto para responderte. Pero, quiero decir, ¿qué más sabes de mi vida?
—¿Y no me vas a decir: Eres uno de esos maniáticos que persigue a la gente y después se hace el interesante…?
—No, no te voy a decir: Eres uno de esos maniáticos que persigue a la gente y después se hace el interesante…
—Deberíamos dejar de repetir esa frase.
—¿Qué frase?
—Eres uno de esos maniáticos que persigue a la gente y después se hace el interesante…
Me mira y la miro, sonríe y sonrío.
—No la digo más —dice.
—No dices más ¿qué?
—No digo más: Eres uno de esos maniáticos que persigue a la gente y después se hace el interesante…
—Bueno, ya está, entonces te digo lo que sé, o algo, no todo de una vez, el futuro puede ser un shock.
Acabo de beber el café, la gente aquí no se sienta por mucho tiempo, toman rápido sus bebidas y salen de la cafetería, no son uno de esos maniáticos que persigue a la gente y después se hacen los interesantes. Algo ha cambiado. Cambio de música. Mary Black, No Frontiers, Heaven knows no frontiers… canción escrita por Jimmy MacCarthy.
—Empecemos. A ver si doy. Viniste a Israel cuando tenías veinte años, el mismo día que los cumpliste, en octubre. Me mira y abre sus ojos azules y enormes, tan enormes que casi deshacen la belleza del color, aunque no es eso lo que pasa, casi la deshacen pero sigue en el límite y sigue con su belleza, un poco Picasso, cada ángulo de su cara crea una rostro diferente, y a la vez siguen cambiando según su estado de ánimo. Ahora veo que está animada, esto le gusta. Me recuerda a cómo me miraba Gabrielle antes de darse cuenta que ser escritor no era sólo algo romántico, era también un problema en la cuenta del banco. Entonces dejó de verme así, y empezó a verme como el marido que no gana bastante dinero. Lo cual, así dicho de paso, es verdad.
—¿Qué día de octubre? —me pregunta.
—El siete.
Ahora toda la música que oigo es de Townes Van Zandt. To live´s to fly. The game is only to loose, eso es lo que me canta en el oído.
—¿Quieres venir a tomar un té y así me cuentas todo? Pregunta inesperada, aunque no debía ser así.
—Sí, claro,
Son las nueve de la noche, tengo que volver a casa, ¿qué hago?
—Pero antes tengo que ir al baño.
Voy al baño, llamo con el móvil a mi mujer y le digo que me quedo a dormir en casa de Rami en Tel Aviv, después le llamo a él y se lo cuento. No me cree.
—Ya te lo explicaré, no es lo que crees, no creo que Gabrielle te llame, pero por si acaso, dile que estaba cansado y me fui a dormir, nada más.
—Vivo por aquí, en Najlaot, así que podemos llegar a casa andando.
Y justo antes de salir de la estación:
—¿Qué haces?
—Soy escritor.
—Qué original.
Sí, ya sé que siempre has salido con artistas, pintores, poetas, fotógrafos, son los que te atraen, pero no digo nada. Tal vez no deba decir demasiado. Y dejarle preguntar un poco.
Hace frío. Noche helada de Jerusalén, finales de otoño, principios de invierno. Salimos hacia el zoco de Mahane Yehuda, y al emprender el camino propongo que compremos una botella de vino en uno de los quioscos en la calle Yaffo un poco más abajo. Damos unos pasos y compro una botella Merlot de Segal. Y algo que picar, dice. Unas patatas fritas. La botella de vino me cuesta cincuenta y seis sheqels, más del doble de lo que me hubiese costado en el supermercado al lado de mi casa. En esas tonterías pienso cuando por fin está pasando algo en mi vida. Las patatas fritas me cuestan siete sheqels, por ese precio podría comprar ocho en el supermercado. En el camino Gabrielle me dice que quiere que un día le lea uno de mis cuentos. No escribo cuentos, novelas, novelas cortas o un poco más largas. Bueno, quedamos una tarde y me lees una corta. La más corta, digo.
Llegamos a su casa por el ministerio del exterior, un conjunto de casetas raras que parecen un campamento del ejército. Su casa está en una de esas callejuelas de Najlaot, detrás del restaurante Imma, que quiere decir madre.
—¿En qué lengua escribes?
—En hebreo. Bueno, hebreo y español. Y un poco en inglés.
—¿Y no en francés?
—No, en francés no, todavía no, aunque en su tiempo escribí algunos poemas en francés, creo que podría si me empeño en eso.
—Bueno, pues tráeme algo en español, porque en hebreo no me voy a enterar.
—No te preocupes, es un hebreo fácil, no escribo muy complicado.
—Prefiero en español, me gusta más la lengua.
Me acordé que la primera vez que salí con Gabrielle le escribí un poema en francés. Eso me costó que no quisiera volver a verme durante seis meses. No sé si el poema era tan malo o era tan bueno. Por más que sea… seis meses…
Me parece muy buena idea esto de leerle una novela corta. Tengo una medio acabada que la puedo meter en este libro y así, puf, ya tengo unas cuantas miles de palabras más. Así no debe pensar un escritor, pero tú qué quieres, llenar un libro o escribirlo. No sé. Lo que siento es una urgencia enorme por escribir y estar preparado para conquistar la literatura española, una vez que mi novela se venda bien, tengo que estar ya preparado con un máximo de novelas para atacar. Pero si esto no es una guerra… ¿Quién habla? ¿Quién me dice eso? Soy yo mismo, el escritor contra sí mismo, el de las boberías contra el serio, el escritor de cuentos contra el que quiere salvar al mundo a través de sus cuentos, ese último que ya no existe. Ahora llegamos a la música de David Munyon, me suenan sus canciones en los oídos. Estamos en su casa. Una casa mal amueblada, un apartamento de estudiantes o de los que no quieren dejar de ser estudiantes. Debería estar en otro sitio, escribiendo otras cosas.
—¿En qué piensas?
—En lo bella que eres.
Sonríe.
—¿Quieres un té?
Nos sirve un té sobre una mesa en el minúsculo salón, alrededor hay dos sillas, o algo entre sillas y sillones, medio rotos, de tiendas de mueble usados, o regalos de amigos.
—Sírvete, ponte cómodo. Me voy a duchar y vuelvo y nos tomamos el té.
Sabía que volvería con una túnica negra sin nada debajo. Lo vi eso en sus ojos en la estación, conocía esos ojos, los conocía y ya casi los había olvidado. No me sorprendió, pero tampoco me lo esperaba. Tal vez esperaba alguna sorpresa.
—Te gustan los hombres.
—¿Y a quién no?
—Bueno, pero a ti un poco más.
Se acerca a mí y me besa. Recuerdo esa necesidad de dominar la situación y no dejarse llevar. La dejo hacer. De pronto me sube a la cabeza la idea de que esto puede ser una especie de adulterio, y si mintió cuando me dijo lo de su aborto, si tuvo una hija en vez de abortar y la dejó en París en casa de su hermana o su tía, o alguien la adoptó, a lo mejor es la hija de mi mujer, debería preguntarlesu apellido, pero no lo hago. Es la misma mano y la misma sensación que nunca ha cambiado, la misma que cuando me toca Gabrielle, ya sea la primera o la segunda, la joven o la adulta, enseguida se me para, como si fuese una orden. Las Gabrielle son una orden a mi polla.
Ahora ella me la toca, sonríe, me gusta, la tienes grande, me besa en la boca pero no un beso profundo, se baja y me la chupa un momento, no muy convencida, no está nerviosa, lo hace con tranquilidad, pero rápidamente se quita parte de la túnica y veo su parte derecha y así media desnuda se sube encima de mí y se menea arriba y abajo, grita Oui oui oui, y después me dice que le gusta mi polla, j´aime ton sexe, o sea, amo tu sexo, mi polla y mi sexo, la forma en la que le hago el amor pero también todo mi sexo, todo el sexo masculino. Después se calla, se levanta y me da la mano para llevarme a otra habitación minúscula en la que yace un colchón duro y se echa encima de él, levantando las manos e invitándome a penetrarla desde arriba, pero yo le doy la vuelta y la pongo sobre sus patas, esto es lo que más te gusta, no lo digo, y la penetro por detrás y allí acabamos los dos a la vez, ella gritando, tráeme el vino, no sé por qué, me tumbo dos segundos y me levanto y vuelvo con la botella de vino y dos vasos, pero nos hace falta un sacacorchos que no sabe donde esta. No importa, pon la botella en la cama, la botella, me tumbo y empiezo a quedarme dormido, no recuerdo muy bien cuándo llegué a quitarme los pantalones y los zapatos, sigo con el jersey, y ella me dice, adiós.
—¿Qué adiós?
—Me parece un poco exagerado dormir juntos la primera noche, y con un hombre casado…
—Nunca dije que estuviera casado.
—No hacía falta.
—Mañana quedamos a las cuatro, y me lees tu cuento.
—Es una novela.
No me queda más remedio, busco los calzoncillos que me regaló mi suegra y no los encuentro. Al final encuentro los pantalones, me los pongo sin calzoncillos y después los calcetines, que también me los regaló mi suegra (en regalos sí que es original), después la chaqueta Paul&Shark que compré en Turquía sin saber que era tan chic y que vale una fortuna, aunque a lo mejor es falsa, y que se puede vestir de color azul marino por un lado y de beige por el otro y salgo a la calle.
Son las doce y media de la noche, nada más, y decido volver a casa. En mi casa no pasa nada, Gabrielle duerme y no aprovechó mi ausencia para ir a ningún amante, amante del que sospecho su existencia desde hace unos meses, o años, o siempre, porque me cuesta creer que una mujer que tuvo tantos amantes antes de casarse se convierta en una santa después de la boda, o tal vez porque simplemente soy un celoso de mierda o porque no veo que nuestro sexo la satisfaga desde hace mucho tiempo. Ya ven, si fuese más literario, aquí debería haber una sorpresa y la llegada del marido y el encuentro de un hombrebajandoporlasescaleras,oelamanteenlacama,pero esas cosas sólo pasan en los libros. Sobre todo en los malos.
A las dos del mediodía me llama Gabrielle Jr., así empiezo a llamarla, y me pregunta si voy a las cuatro y que no me olvide del cuento.
—La novela corta.
—Bueno, lo que sea. Whatever.

—Wha´ever.